He aquí las dos maneras diferentes en que LVMH y Kering navegarán en este 2023, ¿error o acierto anunciado?
“En la bella París, donde situamos nuestra escena, dos familias de igual nobleza se oponen ferozmente la una a la otra por vieja y herrumbrosa contienda”. Así parafraseamos el prólogo de Romeo y Julieta, para hablar de los Montescos y Capuletos de la industria de la moda, por un lado, los Arnault y por otro los Pinault, por un lado, LVMH y por otro Kering.
Ambos grupos del lujo se enfrentan a un punto de inflexión en su historia, ante el cual han tomado dos decisiones aparentemente especulares: LVMH, al nombrar al sucesor de Virgil Abloh para Louis Vuitton, ha optado por experimentar con el concepto de “lujo como capital cultural”; Kering, por su parte, al nombrar a Sabato De Sarno de Gucci, ha decidido volver a la idea de “lujo como excelencia atemporal”. Por un lado, una superestrella mundial; por otro, un conocedor de la industria. Por un lado, el escenario; por otro, el taller.
Los dos enfoques ya se han explorado en los últimos años: además de Pharrell en Louis Vuitton, un movimiento decididamente llamativo, el grupo nombró a Nigo director creativo de Kenzo, puso a Kim Jones al frente de la ropa de mujer y la alta costura de Fendi y dio a la diseñadora de culto Phoebe Philo su marca homónima. Todos ellos nombramientos de directores creativos reconocibles, con un capital cultural consolidado y un estatus legendario. Como paso adelante, la elección de Pharrell al frente de Louis Vuitton atestigua el deseo de transformar la marca en una plataforma multicultural, un gigante de los medios de comunicación de masas que existe mucho más allá del limitado ámbito de la ropa.
Las cosas son diferentes en Kering: cuando el charlatán y divino Daniel Lee se divorció de Bottega Veneta, el Jefe de Diseño, Mathieu Blazy, fue ascendido; al igual que cuando el popular y volcánico Alessandro Michele se marchó, un profesional que había trabajado en el estudio de diseño de Valentino durante trece largos años, relativamente alejado de los focos, fue puesto al frente de Gucci. Del mismo modo, tras sofocar el caos en torno a Balenciaga, Demna declaró: “He decidido volver a mis raíces en la moda y a las raíces de Balenciaga, que son producir ropa de calidad, no hacer imagen ni publicidad”. Mientras que en Saint Laurent, se produjo un progresivo retorno a la sencillez y a la moda masculina como alta costura, como queriendo decir que el valor debía concentrarse más en la exquisitez de las prendas que en el branding.
Mucho se ha hablado, en efecto, de aquella frase que François-Henri Pinault pronunció el pasado mes de febrero: “Los diseñadores siguen siendo muy importantes. Pero es necesario un equilibrio entre creatividad y atemporalidad. Se trata de saber jugar con ambas”, con la que muchos creen que pretendía trazar el nuevo rumbo de Kering tras la pérdida de popularidad de Gucci a raíz de la pandemia. El presidente del grupo había vuelto sobre la cuestión del valor de la marca durante la misma rueda de prensa: “Con el modelo de grupo desarrollado a partir de 2012-13, que hace hincapié en la creatividad en el prêt-à-porter, hemos podido atraer a una clientela bastante joven. Pero las casas de lujo son un equilibrio entre el componente creativo y el más sofisticado, atemporal, y tienen la capacidad de ser a la vez creativas y auténticas. Para atraer a esta clientela de gama alta se necesita legitimidad”. Y añade: “Cada temporada trabajamos la exclusividad y la deseabilidad. La manera de conseguirlo en esta industria es trabajar en la sofisticación del producto. Seguimos lanzando al mercado un producto cada vez más lujoso”.
Al hablar del nombramiento de Pietro Beccari como nuevo Director General de Louis Vuitton, Bernard Arnault anticipó un “impulso hacia la diversificación de productos” al mencionar el deseo de transformar la sede de la marca en un “hotel/museo/mega-buque insignia y mucho más”. Así, mientras Pinault pretende centrarse en un producto más lujoso que cree esa legitimidad, Arnault quiere buscar esa legitimidad en la expansión a otras esferas comerciales de ese lujo que representa la marca Louis Vuitton. Uno quiere vender mejores productos, el otro quiere vender más productos.
El hecho de que las dos mayores marcas de moda del mundo, buques insignia de los mayores grupos de lujo del mundo, se hayan encontrado buscando nuevos directores artísticos (y, por tanto, nuevas direcciones) en el mismo y breve espacio de tiempo significa que el curso general de la moda y de la cultura de consumo ha alcanzado un nuevo e importante punto de inflexión. Lo que ayer se vendía, impulsado quizá por la viralidad de las redes sociales, por la incorporación de las políticas de identidad a la narrativa de la moda, por la ruptura que supuso la llegada de la ropa de calle a la pasarela, ahora se vende menos.
En menos de una década ha surgido una nueva y populosa fauna de marcas de lujo, que también ha creado cierta confusión en el mercado: a igualdad de materiales, calidad y país de producción, ¿qué marca produce los artículos más valiosos? ¿Y cómo identificar este valor? Y, lo más relevante, en última instancia: ¿qué es el lujo? En un mundo en el que la cachemira y el cuero ya no son prerrogativa de la élite, en el que se utiliza el mismo poliéster para producir prendas técnicas “bajas” y “altas”, en el que el “Made in Italy” reúne marcas con precios y posicionamiento diferentes, y en el que incluso los clientes más ricos quieren comprar unas zapatillas y una sudadera en lugar de un traje a medida con un aplomo impecable, ¿dónde reside el lujo?
Hasta ahora, los grandes líderes del sector podrían haber respondido, de forma relativista, diciendo que el lujo está donde creemos que está. Pero tras el cierre patronal, los daños económicos y el aumento de la inflación, el relativismo no basta. La respuesta tiene que ser clara y tangible, tanto para justificar el aumento de unos precios ya de por sí elevados, como porque hay que apreciar y sujetar con fuerza a los clientes que aportan el dinero de verdad: no podemos morder la misma mano que nos da de comer.