El universo de los destilados es un campo de batalla silencioso, una arena donde la herencia y la vanguardia miden sus fuerzas.
En una esquina, el peso de los siglos, los procesos casi sagrados y los sabores que definen la identidad de una nación. En la otra, el impulso irrefrenable de la innovación, la búsqueda de nuevos territorios y la adaptación a un paladar contemporáneo que lo exige todo: autenticidad y sutileza, carácter y versatilidad. El mezcal, ese bastión del México rústico y profundo, ha sido durante mucho tiempo un territorio para iniciados, un sabor que no pide permiso, sino que se impone con su presencia ahumada y compleja. Sin embargo, el tablero de juego está cambiando, y una nueva transparencia amenaza con redefinir las reglas.
La llegada del mezcal cristalino al mercado masivo no es una simple tendencia, es un manifiesto. Es la respuesta a una pregunta que muchos se hacían en voz baja: ¿puede el alma de un destilado ancestral habitar en un cuerpo más ligero y accesible? La técnica, importada de los procesos del tequila, implica un paso que para los guardianes de la ortodoxia podría sonar a sacrilegio: tomar un mezcal reposado, ya enriquecido por su paso en barrica, y someterlo a un meticuloso filtrado con carbón activado para despojarlo de su color y redondear sus aristas más filosas. El resultado es una bebida que mantiene la estructura del agave cocido y la complejidad de la madera, pero presentada en un formato visualmente puro y gustativamente más amable. Es aquí donde surgen las interrogantes: ¿se sacrifica la esencia en el altar de la suavidad? ¿O estamos ante una evolución magistral que democratiza un legado? Para encontrar respuestas, hay que mirar a quienes lideran la carga.

En este nuevo frente, es significativo que sea una marca de la talla de 400 Conejos, el mezcal artesanal número uno de México, la que presente su propia interpretación. Su nuevo Cristalino no es un experimento improvisado, sino un movimiento calculado que nace del corazón mismo de la tradición en Santiago Matatlán, Oaxaca. El proceso parte de un agave espadín que ha cumplido su ciclo, cocido en hornos de piedra y fermentado al aire libre en tinas de madera. Posteriormente, reposa en barricas de roble blanco americano, donde adquiere esas notas complejas y profundas. Solo entonces llega el filtrado, un velo que refina sin borrar. No se trata de eliminar el carácter, sino de pulirlo. Es un diálogo entre la robustez del agave y la delicadeza que demanda un nuevo consumidor, un hombre que quizás no busca el golpe de humo de un espadín joven, sino una complejidad más matizada y elegante.

Lo que se encuentra en la copa es una declaración de equilibrio. A la vista, su brillantez y los matices plateados anticipan una pureza que se confirma en nariz. No hay una invasión de humo; en su lugar, emerge un ensamble de agave fresco, madera húmeda, ecos herbales y un toque cítrico que refresca la promesa de intensidad. En boca, la experiencia es reveladora. La suavidad es la protagonista, pero no está sola. Danza con las notas ligeramente ácidas y herbales, mientras el ahumado, sello indiscutible del mezcal, se presenta como un susurro, no como un grito. Es esta sutileza la que lo convierte en un destilado camaleónico, capaz de ser disfrutado derecho, con la clásica rodaja de naranja y sal de gusano, pero también en coctelería de alta gama o simplemente con agua mineral y un twist cítrico, donde su perfil brilla sin opacarse. La propuesta de 400 Conejos Cristalino es clara: ofrecer una puerta de entrada, no un atajo.


Al final, el debate sobre la autenticidad se reduce a una cuestión de perspectiva. ¿Es más auténtico el destilado que se aferra a su forma más primigenia o aquel que demuestra la maestría para evolucionar sin traicionar su origen? Este mezcal cristalino no pretende reemplazar al reposado o al joven; busca crear su propio espacio. Es una herramienta para el escéptico, un puente para aquel cuyo paladar aún no está entrenado para los perfiles más salvajes del agave.
