Hay desfiles que te invitan a mirar, y hay otros que te obligan a escuchar. El de esta temporada eligió lo segundo: una orquesta infantil marcó el pulso mientras la sastrería se abría paso entre capas, cortes forenses y materiales que desafiaban la memoria táctil. La escena no buscó imponerse, sino cuestionar qué significa vestir la cotidianidad cuando el clima, el tiempo y la ciudad piden prendas que funcionen, emocionen y duren.
El arranque fue quirúrgico: una propuesta de tailoring con hombro redondeado mediante pinza y una línea de corte “tuxedo waistcoat” que revela el frente del chaleco con cierres tipo cinta, como los de la blouse blanche del personal de taller. El trazo de la sisa sigue la cavidad del hombro con seguridad de arquitecto; los pantalones, de tiro muy bajo, exageran la vertical para alargar la figura. Y, como guiño inteligente a la calle, esa misma sastrería aparece en cuero, lana… y denim, subrayando la adaptabilidad del diseño y el peso cultural de la mezclilla dentro de la casa. Más adelante, el corte de chaleco se infiltra en chamaras de piel y gabardinas: solapas drapeadas que puedes plegar y esconder por completo, una mecánica sobria para convertir una prenda en dos.

Luego llegaron los “desplazamientos” de capas: slip dresses sobredimensionados, inspirados en patrones vintage, fijados encima de sacos sastre y trajes forrados por camisas y pantalones de forro que cubren la estructura completa. Nada es estático: las caídas se sujetan “a lo bruto” con cinta, como si el fitting dejara visibles sus decisiones. En punto aparte, la pasarela ensaya un efecto de papel tapiz del siglo XVI “desprendido” sobre punto, a través de papel impreso y repujado; las flores algunas escaneadas de flores reales se colocan sobre sedas drapeadas con impresión situada según el patrón, donde los pliegues marcan un negativo del dibujo. Es romanticismo con método.


El bloque nocturno se entiende como “permanente”: pañuelos de seda fusionados a sacos, abrigos y camisas de esmoquin, recortados para que la prenda funcione sin estorbo; el gesto queda “fijado” y a la vez utilitario. La línea de “plasticización” continúa: chaquetas de seda plastificadas como impermeables; vestidos de seda floral, expansivos, contenidos por un corsé hecho de cinta; un top de joyería recuperada y encapsulada en plástico que hace del reciclaje un objeto de deseo. Esta es la estética del laboratorio aplicada a la calle: intervención visible, propósito claro.
La puesta en escena amarra el discurso: 61 músicos de entre 7 y 15 años, originarios de Romilly-sur-Seine y reunidos por la asociación Orchestre à l’École, interpretan Strauss, Chaikovski, Mozart, Beethoven, Prokófiev, Bizet y Johann Strauss II. La distribución instrumental de violines y violas a chelos, contrabajos, alientos madera y metal, percusiones, piano, guitarra y teclado convierte el desfile en un taller de escucha colectiva. Es comunidad y rigor en equilibrio; es también una lectura del lujo como cultura compartida, no solo como objeto.




En paralelo, la uniformidad expresiva de los modelos subraya el tema de la identidad: mouthpieces inspirados en las Four Stitches generan una “boca” silenciosa, símbolo de anonimato que dialoga con el histórico gesto de coser la etiqueta con cuatro puntadas para que pudiera retirarse y dejar la prenda sin marca visible. Es una metáfora que la casa ha defendido por décadas: que hable la construcción, no el logo.
El calzado afianza la tensión entre herencia y futuro. La familia heel-less reaparece con el tacón oculto, ahora aplicada a pumps, botas western y botas largas, mientras el Tabi Claw, visto en alta costura, llega por fin al ready-to-wear con tacón de plexi; las sandalias de verano también llevan tacón moldeado en plexiglás. Y The Future evoluciona: la caña alta cede protagonismo a bandas anchas que envuelven el sneaker. Aquí la ergonomía no compite con el fetiche; conviven.


En accesorios, el Box Bag parte de un cuero blando con cantos reforzados por termoformado; muchos llevan apliques metálicos y, si quieres transformar la silueta, puedes ocultar las correas para usarlo como clutch. La joyería “en racimo” otra continuidad del laboratorio parece un tesoro que se deslizó por el costado de un palco de ópera en noche de estreno. Detalle de obsesivos, sí, pero también una manera de narrar movimiento e historia en un objeto mínimo.

En conjunto, Maison Margiela no prometió “concepto por concepto”, sino un guardarropa que piensa en el día a día sin renunciar a la emoción: sastrería que respira, mezclilla con pedigrí, sedas que resisten la lluvia y un sistema de capas que te deja decidir cuánto mostrar y cuánto callar. El gesto de anonimato no es nostalgia; es una ética contemporánea del vestir en tiempos de exhibición constante.
Si algo deja esta entrega, es la sensación de que la prenda útil también puede ser un territorio poético. Y que la música tocada por niños que apenas comienzan recuerda a los adultos por qué nos enamoramos del oficio. Maison Margiela vuelve a demostrar que la innovación no es ruido, sino disciplina.