Hay un halo de fascinación alrededor del término “estrella” que tiene hipnotizada a la industria de la moda: el famoso star designer, ese ser casi mítico capaz de conjurar tendencias, revolucionar gigantes del lujo y acaparar titulares con su mera presencia. Desde los pasillos de las escuelas de diseño hasta los grandes foros digitales, todos hablan de la genérica “obsesión con el genio creativo”. Pero ¿qué hay detrás de este modelo que concentra tanto poder en un solo individuo? ¿Realmente nos beneficia a todos o, por el contrario, está arriesgando el futuro del sector?
En los últimos años, se han multiplicado las conversaciones sobre los vaivenes de la industria: despidos, contrataciones relámpago y un nuevo equipo creativo llegando cada temporada a alguna de las casas más legendarias del planeta. Esta dinámica parece no tener freno, y cada cambio genera un ciclo adictivo de especulación y expectativas. ¿Será que la presión exacerbada por los reflectores mediáticos y las redes sociales impone un costo muy alto para quienes se convierten en cabezas visibles?
El star system de la moda no es nuevo. Desde Charles Frederick Worth o Paul Poiret —visionarios y grandes publicistas de sí mismos—, la sociedad se acostumbró a venerar a estos diseñadores como visionarios casi todopoderosos. Sin embargo, hoy la exposición es inmensamente mayor. Pensemos en Martin Margiela, quien rechazó por completo los reflectores mediáticos y terminó abandonando su propia firma en 2009 con la contundente frase: “No nací para soportar este sistema”. ¿Podría un Margiela “fantasma” sobrevivir en un entorno digital donde el culto al ego y la imagen pública parecen ser requisito indispensable?
La presión del “demasiado”
Las exigencias sobre estos creativos se han convertido en un menú imposible: crear piezas innovadoras, manejar redes sociales, desarrollar estrategias de mercadotecnia, tener visión de negocio, entender estudios de mercado, colaborar con celebridades, atender la prensa y, además, diseñar colecciones con ritmo de locos. El resultado es un sinnúmero de diseñadores exhaustos, equipos internos poco valorados y, a la larga, colecciones que corren el riesgo de convertirse en meros trucos del momento en lugar de propuestas con verdadera sustancia.
Aunque para muchos jóvenes diseñadores el objetivo sigue siendo alcanzar el estatus de estrella, las encuestas y testimonios apuntan a que el modelo está lejos de ser el ideal a futuro. La rotación acelerada es síntoma de un ambiente voraz: lo mismo se contrata a un creativo con gran fama para revitalizar una firma icónica, que se le sustituye poco después por otro con más “impacto mediático”. Todo esto se convierte en un juego impredecible, donde abundan los fichajes de solo unas cuantas figuras de perfiles similares: mayoritariamente hombres blancos en puestos de primera línea.
En NEOMEN hemos puesto la lupa sobre este fenómeno para entender cómo repercute en los nuevos talentos y en la estructura de las grandes casas de moda. Las firmas apuestan y reemplazan directores creativos como si fueran piezas de un tablero de ajedrez; con cada movimiento, se renuevan las esperanzas y las críticas.
Sin embargo, cuando la expectativa mediática se diluye, las cifras de ventas pueden quedar expuestas, revelando la debilidad de un modelo que depende demasiado de una sola persona.
El caso de Alessandro Michele saltando de Gucci a Valentino o de Sabato De Sarno cubriendo la vacante de Michele en Gucci habla no solo de la fluidez laboral en las grandes compañías, sino de la urgencia de las marcas por encontrar un rostro (o un nombre) que brille sin descanso, aunque a veces se olvide la importancia del equipo y la artesanía que hay detrás.
Para los chicos que sueñan con estudiar en las mejores escuelas de diseño y lanzar su marca propia, la narrativa del “star designer” parece el camino a seguir: escuela de renombre, práctica en una firma de lujo, colaboraciones con marcas masivas y, finalmente, dirigir una gran casa o triunfar con su propio sello.
Pero seguir al pie de la letra este sendero no garantiza el éxito ni el equilibrio creativo. Lo han dicho veteranos como Edward Buchanan (Bottega Veneta, Off-White, Armani), quienes señalan que a veces esa fiebre de éxito exprés daña la verdadera pasión: crear moda con pericia técnica, con respeto por el diseño y con el alma de un artesano. Se corre el riesgo de fomentar un culto a la personalidad que deja en segundo plano la construcción de un equipo sólido, un enfoque colaborativo y el desarrollo sostenible —en el sentido más amplio de la palabra— de la marca.
¿Estamos formando diseñadores o “estrellas”?
A nivel académico, muchos profesores y rectores de prestigiosas escuelas de moda indican que la presión de “ser relevante” o “volverse viral” en redes sociales puede desvirtuar la vocación genuina de algunos alumnos. A fin de cuentas, para algunos, lo prioritario deja de ser el dominio de la técnica, la sastrería y el conocimiento profundo de los tejidos, para enfocarse en cultivar una imagen personal atractiva en Instagram o TikTok.
Aunque esto puede abrirles oportunidades a corto plazo, la realidad es que los talentos más introvertidos o con estilos de trabajo más silenciosos podrían perder visibilidad y oportunidades valiosas. Hay diseñadores con mentes extraordinarias que no cumplen el estereotipo social de la “estrella mediática” y, por ello, necesitan un sistema que ofrezca mayor acompañamiento, entrenamiento y, sobre todo, un espacio creativo real para florecer.
Este debate también afecta a las marcas mismas, que deben pensar a largo plazo en lugar de apostar todo a un solo hombre o mujer “salvador”. Un sistema que valore la creatividad compartida —y no solo la del gran director creativo— podría traer colecciones más ricas y coherentes, sin depender de la fama repentina o la personalidad extrovertida de turno.
Las redes sociales han exacerbado esta dinámica hasta límites inauditos. Los directores creativos se convierten en rostros de la marca, embajadores de estilo y, en muchos casos, en figuras influyentes que firman colaboraciones con otras casas o incluso con gigantes del fast fashion. El resultado es una popularidad instantánea, con picos de ventas, y luego una calma que amenaza la sostenibilidad del negocio cuando la novedad se disipa.
Un futuro más colaborativo
Las voces críticas proponen un futuro donde se reconozca el trabajo del equipo completo, desde la persona que idea los patrones hasta quienes dominan la manufactura especializada, pasando por el equipo de marketing y retail que hace que una colección sea rentable. Así, se reduciría el impacto sobre un solo eslabón de la cadena y se impulsaría la co-creación y la innovación real.
No se trata de abolir la figura del diseñador estrella ni de restarle valor a su visión, sino de equilibrar las expectativas y favorecer la diversidad de perfiles. Porque, seamos francos, ¿cuántas veces hemos visto la rotación de directores creativos con un currículum parecido y con el mismo enfoque estético? Al final del día, la diversidad real e inclusión —de género, étnica y de estilos— podrían vigorizar la oferta, refrescar la imagen de las marcas y formar una moda más rica y sostenible.
Para los jóvenes emergentes, la conclusión podría ser clara: aspirar a un puesto creativo en una firma de renombre o fundar tu propia etiqueta no implica sacrificar tu salud mental, tu visión artística o la posibilidad de trabajar en equipo. El objetivo debería ser nutrir la creatividad y consolidar un modelo de negocio que no gire exclusivamente en torno a la personalidad del “gran líder”. Una marca sólida, con procesos bien estructurados y un equipo comprometido, puede sobrevivir y florecer incluso cuando el “nombre” abandona la silla principal.
La interrogante queda abierta: ¿de verdad necesitamos otro rockstar o es momento de replantear el futuro de la moda desde la colaboración, la innovación silenciosa y el respeto al oficio? Es una pregunta que, sin duda, merecerá la atención de nuestra generación y todos aquellos que ven en la moda algo más que un simple espectáculo.
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