En una era donde las pantallas pequeñas dictan las grandes conversaciones, hay algo profundamente disruptivo y necesario en ver a un joven hablar de cine con la pasión de un director veterano y la honestidad de un amigo cercano. Miguel Araiza no pretende “educar” al espectador, pero tampoco subestima su inteligencia. Desde sus primeros videos virales hasta sus análisis más complejos, ha logrado lo que muchos profesionales del medio aún consideran inalcanzable: traducir el amor por el séptimo arte en un lenguaje que resuena con miles de jóvenes que hoy consumen crítica como quien busca sentido en medio del caos digital.
Miguel se formó en cine y televisión en la Universidad de Texas. Una elección que a simple vista lo alinearía con ese arquetipo del cinéfilo ortodoxo, atrapado en tecnicismos y referencias académicas. Pero nada más alejado de la realidad. La clave de su impacto no está en su formación, sino en su capacidad para deconstruirla. En TikTok, cada segundo cuenta; cada palabra debe ser quirúrgicamente efectiva. Y Miguel, con su mirada afilada, logra que conceptos como montaje, subtexto o estructura narrativa convivan en un video de 60 segundos, sin perder calidez ni autenticidad. No es que simplifique, es que traduce. Y lo hace con la precisión de quien sabe que está dialogando con una audiencia impaciente, pero inteligente.

Lo que Miguel ha construido va más allá de una presencia constante en redes sociales. Su comunidad, fiel y crítica, no lo sigue solo por coincidir con su opinión, sino por confiar en su mirada. La diferencia es sutil pero profunda. En un entorno saturado de reseñas automatizadas y ratings sin alma, Araiza no juega a ser una autoridad inalcanzable. Prefiere ser un provocador de ideas. Y es justo ese momento en que su primer video se volvió viral con miles comentando, debatiendo y recomendando el que encendió su convicción: esta no era una afición. Era una posibilidad profesional, una plataforma para encender conversaciones y construir un espacio para la crítica emocional, masculina y contemporánea.
En un contexto donde los contenidos virales suelen ser superficiales, Miguel apuesta por una honestidad incómoda. Su “sello Araiza” es ese espacio donde puede emocionarse sin vergüenza por un estreno o mostrar decepción ante una obra sobrevalorada. En un mundo que exige filtros incluso para las opiniones, su falta de impostación se convierte en un acto casi subversivo.

Pocos comprenden que el proceso creativo detrás de un video de un minuto puede ser igual de riguroso que el de una obra literaria extensa. Pero Miguel sí lo sabe. Sus proyectos de largo aliento, como la escritura de una novela, no compiten con sus videos: dialogan con ellos. Mientras uno exige inmediatez, el otro demanda paciencia. Ambos, sin embargo, nacen de una misma matriz: la obsesión por contar historias que importan. En un mundo digital que premia lo efímero, la elección de escribir una novela es una declaración (no de intenciones, sino de resistencia). Y eso también es parte del lujo narrativo que propone Miguel: tomarse su tiempo.
Miguel no es ingenuo. Sabe que su voz influye. Que hay quienes esperan su veredicto para decidir si verán o no una película. Pero no carga esa expectativa como un peso; la usa como brújula. Le interesa abrir ventanas, no cerrarlas. Cuando recomienda una película como Cure (1997) de Kiyoshi Kurosawa, no lo hace solo por su calidad técnica, sino por lo que significó para él. Esa honestidad curatorial ha alimentado una comunidad ávida de salirse del algoritmo, de descubrir lo inesperado.
Miguel entiende esto a la perfección. En sus videos, la crítica no es solemne, es emocional; no es elitista, es instintiva. La viralidad no es una traición al contenido, es un nuevo vehículo para la cultura. En un ritmo de consumo tan vertiginoso, la fatiga creativa no es solo una posibilidad: es una amenaza constante. Miguel lo sabe, y por eso cuida su pasión con disciplina. Regresa al cine como espectador, se permite sentir sin analizar, vuelve a enamorarse de las imágenes. Y cuando no está viendo películas, se refugia en otras pasiones: leer, viajar, escuchar música. Porque lo que lo hace valioso como crítico no es su capacidad de acumular datos, sino de conservar una sensibilidad despierta.
