La noche sin intención: el uniforme nocturno de una generación que olvidó vestirse

Salir de noche ya no es un acto de estilo ni de juego estético. Las nuevas generaciones parecen conformarse con camisetas de tirantes, pantalones negros y cinturones brillantes, como si el cuerpo fuera suficiente argumento. Vestirse dejó de ser un acto consciente; ahora todo se reduce a llegar y mostrarse.

El fin de semana salí por la Madrid nocturna. Nada extraordinario: amigos, música, copas y esa sensación —cada vez más habitual— de observar la noche como un fenómeno cultural más que como un simple ocio. Y no fue la música, ni el local, ni siquiera la actitud lo que me llamó la atención. Fue la estética. O, mejor dicho, su progresiva desaparición. La noche ya no se viste; se presenta tal cual viene.

Durante décadas, salir era un pequeño ritual. No tenía que ver con ir “arreglado” en sentido conservador —camisa correcta, zapatos pulidos, apariencia de niño bueno—, sino con algo mucho más interesante: criterio. La noche era un espacio donde uno se pensaba un poco más, y donde la ropa, el cuerpo y la actitud componían un lenguaje propio. Hoy, ese lenguaje parece haberse reducido a un uniforme.

Camisetas de tirantes, pantalones negros sin intención, cinturones de brillantes con aspiraciones de exceso y resultados claramente domésticos. Una estética que quiere ser provocadora, pero se queda en descuido. Todo muy reconocible y sorprendentemente igual.

El cuerpo como único argumento

Hay algo casi deportivo en la forma de vestirse para salir ahora. Como si muchos llegaran directamente del gimnasio a la pista de baile, sin transición ni relato. El cuerpo trabajado se convierte en el único argumento visual, pero no basta. Enseñar no es sinónimo de estilo, ni de chic.

Lo inquietante es que esta dejadez se vende como libertad. Como si pensar qué ponerse fuera sumisión. Como si el gusto, el cuidado o la estética pertenecieran a otra época. Y no es así. La moda —cuando es interesante— siempre ha sido una herramienta de expresión, una manera de decir quién eres o quién quieres ser, incluso durante unas horas.

No se trata de nostalgia ni de pedir códigos antiguos. Se trata de intención. La noche es un escenario distinto al día, y vestirse para ella implica asumir ese juego. Hoy parece haber una renuncia generalizada a jugar. También se ha instalado la idea peligrosa de que cuanto más cuerpo se muestra, más se provoca. Pero la provocación nunca estuvo en la cantidad de piel, sino en la forma de presentarla, en la sugerencia, en el silencio visual.

La moda lo ha demostrado muchas veces: la sensualidad no vive en el exceso, sino en el control, en saber qué se muestra y qué se guarda. Lo insinuado siempre resulta más poderoso que lo explícito. Cuando todo está a la vista, no queda nada que imaginar.

La noche antes entendía eso. Jugaba a construir personajes, a exagerar un poco sin caer en lo obvio. Había referencias, ironía, cultura visual. Hoy, en muchos casos, todo se reduce a marcar músculo, enseñar piel y repetir fórmulas vistas mil veces. No hay riesgo, no hay fantasía.

Kate Moss, top model de los noventa fotografiada por Mario Testino. / D.R.

La aspiración sigue ahí. Muchos quieren parecerse a aquella modelo de los noventa que convirtió el desaliño en una declaración de estilo. Kate Moss no era solo una imagen: era contexto, ironía, cultura visual. Su aparente indiferencia estaba medida, sostenida por una época y por una industria que entendía el poder de la actitud.

El problema es que hoy se intenta copiar el gesto sin comprender el fondo. Se busca la pose sin relato, la estética sin pensamiento. Lo que entonces era irreverencia ahora se traduce en literalidad, el camino más corto hacia lo banal. Vestirse para salir debería seguir siendo un acto creativo, donde la ropa acompañe al cuerpo y la sensualidad pase por sugerir, no por enseñar más.

La campaña ‘Palermo Summer Nights’ de Saint Laurent bajo la dirección creativa de Anthony Vaccarello de 2019. / D.R.

El contraste del estilo y la perdida del glamour

Mientras observaba esa uniformidad tan poco nocturna, pensaba en lo sencillo que es marcar la diferencia sin rigidez. Yo llevaba una camisa blanca hueso, de inspiración Saint Laurent, con lazada y un pequeño escote que dejaba ver apenas las clavículas. No era provocación ni gesto exagerado: la clavícula masculina aparecía como elemento estético, trabajada, limpia y sugerida. Un detalle que habla más de sensualidad que cualquier exceso.

Era sexy, sí, pero desde otro lugar: control, intención y elegancia. Un sexy que no necesita gritar, porque confía en la mirada del otro. Ahí está la clave. El problema no es la piel ni el cuerpo, sino la ausencia de mirada. La noche ha perdido glamour porque ha perdido distancia con el día. Se sale vestido igual que se vive, sin transición, sin intención, sin deseo de transformarse.

El glamour nunca fue elitismo. Fue fantasía, un territorio donde todo podía pasar, también a nivel estético. Cuando desaparece, lo que queda es una noche plana, repetitiva y aburrida. Y quizá eso sea lo más preocupante: no que la noche haya perdido estilo, sino que haya dejado de aspirar a él. Cuando nadie intenta ser interesante —ni siquiera estéticamente—, lo que queda no es libertad, sino mediocridad. Una noche sin misterio termina siendo solo ruido; sin glamour, la noche solo repite el día.

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